Wed. Nov 6th, 2024

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[Los mensajes de texto citados en este artículo se han transcrito textualmente sin modificaciones, por lo que contienen palabras soeces, faltas de ortografía y tipografía]

Tal vez sea el caso sin resolver más tristemente célebre de México: agentes de policía les dispararon a 43 estudiantes normalistas, los subieron a la fuerza en patrullas, se los entregaron a un cártel del narcotráfico, y los estudiantes nunca más volvieron a ser vistos.

Durante casi una década, el misterio ha atormentado al país. ¿Cómo fue que un grupo relativamente desconocido pudo cometer una de las peores atrocidades de la historia reciente de México, con la ayuda de la policía y el ejército que veían cómo sucedía el secuestro masivo en tiempo real?

Un amplio conjunto de alrededor de 23.000 mensajes de texto inéditos, declaraciones de testigos y documentos de investigación obtenidos por The New York Times formula una respuesta: prácticamente todas las ramas de gobierno en esa zona del sur de México llevaban meses trabajando para el grupo delictivo en secreto, lo que puso la maquinaria del Estado en manos del cártel y neutralizó cualquier obstáculo que se interpuso en su camino.

Los comandantes de policía cuyos agentes se llevaron a muchos de los estudiantes durante esa noche de 2014 habían estado obedeciendo órdenes directas de los narcotraficantes, según muestran los mensajes de texto. Uno de los comandantes dio armas a los integrantes del cártel, mientras que otro respondió a una instrucción de que persiguiera a sus rivales.

Militares que monitoreaban de cerca el secuestro pero nunca acudieron a socorrer a los estudiantes también había recibido sobornos del cártel. En los mensajes de texto, captados en intervenciones telefónicas, los traficantes y sus colaboradores se quejaban de la insaciable codicia de los soldados, y se referían a ellos como “putos” a los que tenían “en la bolsa”.

Un teniente incluso armó a sicarios vinculados al cártel y, según un testigo, ayudó a la policía a intentar ocultar su participación en el crimen luego de que los estudiantes fueron secuestrados y asesinados.

Es sabido desde hace mucho que agentes de la policía y varios funcionarios gubernamentales ayudaron al cártel a secuestrar a los estudiantes o tuvieron conocimiento de cómo ocurría el crimen y no hicieron nada para detenerlo.

Pero los mensajes de texto han sido un descubrimiento para los investigadores y ofrecen la imagen más clara, hasta el momento, de un posible motivo de la colusión entre las autoridades y los asesinos.

Poco más de una veintena de esas comunicaciones se han divulgado. Lo que revelan los otros miles de intercambios es sorprendente: más allá de comprar favores específicos, el cártel, conocido como Guerreros Unidos, había convertido a funcionarios públicos en empleados en toda regla.

El asesinato masivo de los 43 normalistas fue posible, según los investigadores, gracias a la subordinación del gobierno. Y la lealtad era profunda.

Uno de los socorristas que esa noche acudió al lugar del secuestro masivo tenía otro trabajo no oficial: reunir información para el cártel. Las intervenciones telefónicas captaron durante meses que enviaba actualizaciones al minuto sobre todos los movimientos de las fuerzas del orden a un líder de Guerreros Unidos al que llamaba “jefe”.

Un forense también prestaba servicios al grupo delictivo enviando fotos de cadáveres y evidencia en escenas de crímenes, según muestran los mensajes.

Tras el asesinato de algunos de los estudiantes, los traficantes incineraron los cuerpos en un crematorio propiedad de la familia del forense, dicen los investigadores. En un testimonio inédito, un integrante del cártel les dijo a las autoridades que los hornos solían usarse para “desaparecer gente sin dejar rastro”.

Hay otra pregunta que los mensajes de texto podrían ayudar a resolver: ¿por qué ejecutó Guerreros Unidos a un grupo de 43 estudiantes que se estaban formando para ser maestros y no tenían nada que ver con el crimen organizado?

En los meses y semanas previos al secuestro, según muestran las intervenciones telefónicas, el cártel se había puesto cada vez más paranoico, asediado por luchas intestinas mortales mientras trataba de defender su territorio ante el avance de sus rivales.

Así que cuando decenas de jóvenes llegaron a la ciudad de Iguala en autobuses de pasajeros —no muy distintos a los que el cártel usaba para contrabandear drogas a Estados Unidos— los traficantes confundieron el convoy con una incursión enemiga y dieron la orden de atacar, según lo que dicen ahora los fiscales.

A nueve años de la desaparición de los estudiantes, nadie ha sido sentenciado por el crimen, por lo que el caso ha pasado a simbolizar un sistema averiado incluso no puede resolver los actos más descarados de brutalidad. El gobierno anterior fue acusado de orquestar un amplio encubrimiento para esconder la participación de las fuerzas federales en el secuestro, en particular las del todopoderoso ejército.

Ahora la investigación se encuentra en una encrucijada clave. En el gobierno de López Obrador las autoridades han ordenado la detención de 20 soldados mexicanos en conexión con los secuestros, entre ellos más de una decena de elementos en junio. Para integrar el caso, las intervenciones telefónicas han sido cruciales.

Las comunicaciones del cártel fueron interceptadas en 2014 por la Administración de Control de Drogas de Estados Unidos (DEA, por su sigla en inglés), como parte de una investigación de las actividades de tráfico de drogas de Guerreros Unidos en los suburbios de Chicago. Durante años, México trató de acceder a los mensajes de texto, pero las autoridades estadounidenses solo entregaron los 23.000 mensajes el año pasado. Según un investigador, esto sucedió así en parte debido a una persistente desconfianza en el gobierno mexicano. La DEA no quiso hacer comentarios.

Los mensajes obtenidos por el Times no abarcan la noche de la desaparición y aún faltan detalles clave de lo sucedido a los estudiantes.

Lo que resulta claro es que el horror inició el 26 de septiembre de 2014, cuando decenas de estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa viajaron a Iguala, en el estado de Guerrero. Tomaron el control de varios autobuses para trasladarse a una marcha en la Ciudad de México, una tradición que las autoridades solían tolerar.

Pero esta vez no lograron salir de la ciudad.

Minutos después de que los normalistas salieron de la central de autobuses, la policía los persiguió, les disparó y se los llevó. Varios integrantes del cártel han declarado que las víctimas fueron entregadas al grupo delictivo, que los mató y se deshizo de sus cuerpos.

El ejército recibió actualizaciones constantes sobre el crimen mientras sucedía. Había soldados en las calles e incluso un batallón militar local tenía a un informante entre los estudiantes, según han mostrado las indagaciones.

Además, oficiales de inteligencia militar estaban escuchando lo que sucedía. Estaban espiando a un líder del cártel y un comandante de policía que discutían adónde iban a llevar a los estudiantes esa noche, según documentos militares.

Y, días después del ataque, el ejército tuvo conocimiento de la ubicación de dos sospechosos que discutían la liberación de los estudiantes quienes, según los investigadores, tal vez aún estaban con vida.

Ahora está más claro cómo es que el ejército estaba enterado de todo esto: se valía de una poderosa herramienta espía fabricada en Israel, conocida como Pegasus, para vigilar a los miembros del grupo, según le contó un investigador al Times.

Pero el ejército no compartió la información de inteligencia con las autoridades que buscaban a los estudiantes y no hay pruebas de que las fuerzas armadas trataran de rescatarlos, según investigadores que han pasado años trabajando en el caso.

“Tenían toda esa información y ellos la escondieron”, dijo Cristina Bautista Salvador, madre de uno de los estudiantes desaparecidos, refiriéndose a los militares. “En vez de que ellos buscaran a nuestros hijos o que nos dijeran la verdad, se protegían entre ellos mismos”.

El secretario de Defensa de México no respondió a una solicitud de comentarios. El presidente de México ha argumentado que las denuncias contra un grupo de soldados no son síntoma de corrupción generalizada entre las filas.

“No por el hecho del mal comportamiento de un funcionario se va a manchar una institución”, dijo López Obrador en julio.

Durante años, los investigadores que han tratado de descubrir el alcance total de la participación del ejército han sido obstaculizados.

Mientras investigaba el papel de las fuerzas armadas en la desaparición masiva de los estudiantes, el principal funcionario de derechos humanos del gobierno fue objeto de espionaje. A fines del año pasado, un fiscal que lideraba el caso contra los soldados huyó del país.

Luego, en julio, otro grupo de investigadores independientes indicó que abandonaría su propia investigación del crimen luego de años aludiendo a la “obstrucción a la justicia” por parte del ejército mexicano.

No obstante, los investigadores dicen que no hay obstrucción capaz de encubrir la colusión que queda al descubierto en las intervenciones telefónicas.

Es “una prueba muy fuerte, muy robusta, incuestionable”, dijo Omar Gómez Trejo, el fiscal mexicano que se enfrentó al ejército y luego escapó a Estados Unidos cuando las repercusiones le hicieron temer por su seguridad. “Te corroboraba con una prueba objetiva la forma en cómo se operaba un cártel, cuáles eran los nexos que tenían con las autoridades”.

Cuando leyó por primera vez los mensajes del cártel por primera vez, Gómez Trejo se dio cuenta de que estaba frente a una mina de oro. Fue el año pasado, y se encontraba en una sala de conferencias de la sede de la DEA en Chicago.

Las autoridades mexicanas habían tardado años en conseguir algunas de las intervenciones telefónicas por lo que en México se desataron críticas por la retención de información clave por parte de las autoridades estadounidenses. Ahora, por fin, la DEA le daba a él y a su equipo acceso a un amplio conjunto de intervenciones que abarcaban meses de comunicaciones entre cárteles.

“Nos mirábamos”, dijo Gómez Trejo sobre la información de las escuchas. “Te maravilla el hecho de poder ver algo que es una revelación”.

Para entonces, el gobierno de Joe Biden había nombrado a Guerreros Unidos entre las organizaciones delictivas que “representan la mayor amenaza de drogas para Estados Unidos” y habían corrido ríos de tinta sobre los esfuerzos del cártel para corromper a autoridades electas.

Pero, en estas conversaciones privadas, los traficantes y los funcionarios lo admitían cuando pensaban que nadie más los escuchaba.

En un mensaje escrito con faltas de ortografía, un integrante del cártel le preguntó a un alcalde local que tenían en nómina si debían disciplinar a un concejal: “Qieres q alinie a ese puto de tu rejidor, ¿o le damos pabajo?”.

El alcalde respondió un segundo después diciendo que el regidor era trabajador. “Yo lo arrimo”, escribió, él “es jalador”.

Guerrero, el estado donde operaba el cártel, es uno de los más pobres de México. Pero su terreno montañoso es fértil para plantas de amapola de opio, llenas de la materia prima con la que se produce la heroína. Así que también era una extraordinaria fuente de efectivo adicional en tanto que la banda propagaba el horror.

Los narcotraficantes a menudo usaban lenguaje críptico para discutir la compra de funcionarios y empleaban apodos para sus colaboradores y códigos para todo, desde cocaína y coimas hasta rifles de alto poder.

Así que el equipo de Gómez Trejo escudriñó cada palabra de cada comunicación, usando montones de carpetas de investigación para desarrollar una suerte de piedra de Rosetta con el fin de descifrar la penetración que tenía el cártel en el estado.

Los traficantes hablaban de llevar “cangerejos” o “caldo de cangurejos” al ejército, una referencia al dinero, según les dijo un integrante del cártel a los investigadores, porque cuando levantas las manos como pinzas de cangrejo parece que agarras un fajo imaginario de billetes.

En ocasiones, los traficantes se regodeaban de su influencia en una institución tan poderosa.

“Kpienza k no los tiene el guero en la bolsa a los militares” , escribió un miembro del cártel, según los investigadores, refiriéndose a otro integrante, y sustituyendo en la frase la letra “q” con la “k”.

En otras ocasiones, parecían resentirse con las exigencias de los soldados. “Ya le pideron de favor a mi carnal q le aga el paro al teniente”, se quejó un traficante, quien refirió en el mensaje que le habían pedido a su hermano que le hiciera un favor a un militar.

Nadamas quieren sacar y sacar”, respondió un comandante de policía que ayudaba a manejar la relación del cártel con los soldados.

La molestia parecía dar resultados. Los integrantes del cártel hablaban de que se apoyaban en las fuerzas armadas para mantener a sus rivales fuera de su territorio, y de utilizar sus conexiones con el ejército para librarse de problemas con autoridades que no cooperaban.

En un mensaje, el comandante de la policía dice que fue con un oficial militar y el jefe de un cártel a proporcionarles armas a unos pistoleros en un pueblo cercano.

Cuando se le preguntó si sabía que el oficial militar había recibido un “regalito” del cártel, el comandante de la policía respondió: “Anda contento”.

Los estudiantes no tenían manera de saber cuán profundamente el cártel se había instalado en cada esquina de la vida en su bastión de Guerrero, dijeron los investigadores.

“Meterse a Iguala era meterse en la boca del lobo”, dijo Carlos Beristain, uno de los expertos internacionales que investigó el caso.

Un integrante del cártel era dueño de una carnicería. Un herrero de la zona construyó compartimentos ocultos para esconder heroína y cocaína dentro de autobuses con destino a Estados Unidos. Un grupo de hermanos particularmente violentos de la pandilla atendía un lavado de autos.

El socorrista contó que entró en contacto con el grupo porque una conocida de la secundaria estaba saliendo con un miembro del cártel, según su declaración jurada.

Dijo que cuando trató de dejar de trabajar para el grupo, fue secuestrado por orden de un asesino del cártel, lo amarraron y lo golpearon hasta que cedió.

Contó que “a partir de esa fecha, yo fungí como informante de manera obligada”, al servir como persona clave para el cártel y su red de vigilancia en las calles.

El alcance de sus responsabilidades queda en evidencia en las intervenciones. Envió a los líderes de los cárteles una andanada de mensajes siguiendo cada movimiento de la fuerzas del orden, incluido cuando simplemente se detuvieron “a comprar agua frescas”.

Las intervenciones telefónicas también revelaron otro colaborador: un encargado del servicio médico forense. En los mensajes de texto, él dice que el hermano de su colega era un sicario. El forense se valía de ese contacto para advertir al cártel cuando los asesinos tenían a sus miembros en la mira.

También dijo haber recibido carros del cártel y declarado su lealtad a su líder de Chicago, quien desde entonces ha sido declarado culpable por cargos de droga en Estados Unidos, llamándolo “my boss”.

“Tranquilo primo yo nunca le dare la espalda”, le dijo al líder. “Usted3s son como.mi familiq”.

Los funcionarios menos colaboradores recibían amenazas de muerte.

El jefe de Chicago le preguntó a otro miembro del cártel en Guerrero si el alcalde podría cambiar divisas para ellos: “nospodra camviar dólares el presi?”.

“Si primo usted sabe si no qiere lo amenaso al culo”, decía la respuesta.

Guerreros Unidos les pagaba a algunos agentes de la policía mensualmente una especie de anticipo, según testigos. El pago le permitía al cártel recurrir a las autoridades cuando quisiera.

“Volteas a ver y dices ‘Sé que estoy cometiendo un delito, pero…’”, dijo un agente de la policía, según una transcripción inédita del interrogatorio al que lo sometieron las fuerzas del orden. Pero, según declaró, era imposible resistirse a un pago regular de 1000 pesos (unos 50 dólares).

“Dices tú: ‘no lo voy a agarrar para no meterme en broncas’, pero dices, ‘no espérate’”, contó.

Cuando los integrantes del cártel necesitaban pasar por un retén, trasladar armas o emboscar a sus rivales, buscaban a la policía.

“Usted no se aguite primaz0”, le dijo un comandante de la policía a un miembro del cártel en un mensaje donde lo tranquilizaba y lo trataba de primo, “ya sabe q aqui estamos al mil”.

Meses después del secuestro de los estudiantes, el cártel hizo una llamada de emergencia que demostró cuán ansiosos estaban frente a la posibilidad de que sus rivales ingresaran a su territorio.

Una tarde de domingo, unos traficantes advirtieron que un grupo enemigo se había detenido en el mercado local para comer. En cuestión de minutos, el cártel averiguó qué vehículo estaban conduciendo, cómo lucían y de qué vendedor de comida estaban cerca.

“Ubiq una camioneta nissan color roja doble cabina andan dos vatos y una bieja”, le pidió en un mensaje de texto un traficante a un comandante de la policía en Iguala.

“Ya están las unidades avisadas y una unidad en la caseta”, respondió el comandante.

“Cualquier cosa puede pasar cuando el grupo determina que tiene que pasar”, dijo Beristain. “Tenía el control de la acción de diferentes corporaciones y podía mandar qué es lo que tenía que hacer cada quien”.

En la noche del viernes 26 de septiembre, el cártel notó algo fuera de lo común y mandó una advertencia, según los fiscales mexicanos.

Miembros de un grupo enemigo atravesaban Iguala, mezclados con estudiantes en unos autobuses robados, les dijo a los líderes del grupo un jefe del cártel.

Solo que no era cierto. No había traficantes a bordo, dijeron los investigadores, y más allá de los palos y piedras que llevaban para apoderarse de los autobuses, los estudiantes estaban desarmados.

Pero el cártel llevaba meses al límite.

Hacía poco se había ahogado uno de los mayores jefes del cártel, otro había sido arrestado y los hermanos que quedaron a cargo habían perdido la confianza entre sus filas, según mostraron las intervenciones telefónicas. Los traficantes estaban preocupados por un desertor que se había unido a un cártel rival y un asesinato que parecía ser un trabajo interno.

“Mataron ami primo y fue jente de nosotros”, le dijo el líder de Chicago a uno de sus compañeros. “No hay q confiarnos d nadie absolutamente nadie”, dijo la esposa del jefe del cártel que se ahogó en otra comunicación.

Los enemigos del grupo parecieron tomar nota de sus vulnerabilidades. En las semanas previas a la desaparición de los estudiantes, los medios locales reportaron que los rivales del cártel se habían “reagrupado“, y enfrentarían nuevamente a Guerreros Unidos.

Las intervenciones telefónicas se encendieron con los traficantes furiosos por los tiroteos en Iguala.

“Eso se va a poner más feo”, dijo el líder de Chicago a finales de agosto.

Un mes después, cuando Guerreros Unidos recibió el mensaje sobre sus supuestos rivales que se abrían paso con los autobuses, su red de colaboradores entró en acción.

Los dos comandantes de la policía que habían intercambiado mensajes de texto regularmente con el cártel dirigieron los primeros ataques contra los estudiantes esa noche.

Mientras los estudiantes intentaban salir de Iguala a bordo de varios autobuses, los agentes de policía bajo el control de los comandantes bloquearon las calles y les dispararon, hiriendo a algunos, incluido uno que permanece en coma. Luego subieron a los estudiantes a las patrullas y desaparecieron poco después.

A varios kilómetros de distancia, más agentes de la policía detuvieron otro autobús con estudiantes, utilizaron gases lacrimógenos para hacerlos bajar y se los llevaron.

Ellos también estaban entre los 43 que desaparecieron.

El socorrista que recibía pagos del cártel dijo que recibió dos llamadas telefónicas esa noche. Una de los comandantes de policía preguntándole “a quién le iba a entregar los paquetes”, en referencia a los rehenes. Un sicario del cártel también llamó, preguntando quién le iba a traer “los paquetes”, según su declaración jurada.

Exactamente qué fue lo que sucedió después sigue siendo un misterio.

Según un miembro del cártel cuyo testimonio ha sido fundamental para el caso, algunos de los estudiantes fueron llevados a una casa donde los asesinaron y descuartizaron. Los machetazos dejaron cortes en el suelo, dijo un testigo, y los restos de los estudiantes después fueron quemados en el crematorio propiedad de la familia del forense.

Los militares sabían adónde estaban llevando al menos a algunos de los estudiantes porque estaban espiando una conversación entre un comandante de policía y un jefe del cártel mientras hablaban sobre dónde depositar a los rehenes, según documentos hechos públicos por el gobierno mexicano.

Otros documentos de inteligencia militar, que no han sido divulgados, muestran que los militares conocían la ubicación de un miembro del cártel involucrado en el secuestro días después del ataque.

Muchos de los líderes de Guerreros Unidos en Iguala fueron arrestados después del ataque, pero nadie ha sido condenado por la desaparición. Los cargos contra decenas de sospechosos han sido desestimados porque un juez determinó que se utilizaron técnicas de tortura para obtener las confesiones.

El grupo logró mantenerse activo, gracias en parte a algunas de las esposas de los narcotraficantes y a una de las madres, quienes se encargaron en gran parte del día a día del negocio, según otro conjunto de cientos de intercambios inéditos captados en las escuchas telefónicas.

Años después de la desaparición masiva, el gobierno mexicano continuó espiando a varias personas del grupo, escuchando sus conversaciones telefónicas en 2017.

Los nexos entre el cártel y las autoridades seguían siendo fuertes.

Uno de los traficantes implicados en el secuestro habló de cómo acababa de estar en “una borrachera con los soldados” en un restaurante local, según refieren las grabaciones telefónicas. Un administrador de dinero del cártel dijo que se había hecho amigo de un comandante de la policía federal. Un regidor de la ciudad habló de contrabandear drogas a Estados Unidos.

Una noche, la esposa de un jefe del cártel que está en la cárcel perdió la pista de un cargamento de drogas que iba camino a Estados Unidos. Pensando que el contrabandista podría haberse ido con la mercancía, le pidió a otro integrante que le diera una advertencia.

“Si sabe cómo le fue a los 43,” dijo, refiriéndose a los normalistas secuestrados. “No quiere ser el 44”.

Alan Feuercolaboró con reportería desde Nueva York, y Emiliano Rodríguez Mega desde Ciudad de México.

Natalie Kitroeff es la jefa de la corresponsalía del Times para México, Centroamérica y el Caribe. Más de Natalie Kitroeff

Ronen Bergman es reportero del staff de The New York Times Magazine y vive en Tel Aviv. Su libro más reciente es Rise and Kill First: The Secret History of Israel’s Targeted Assassinations, publicado por Random House. Más de Ronen Bergman


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